¡Dios nos libre ―es un decir― de caer en desgracia! De que se nos atribuya la impotencia y la derrota, la depravación o la debilidad. Porque es cierto el refrán: todo el mundo hace leña del árbol caído. Leña para la hoguera del sacrificio.
Empezar a caer genera la expectativa de que seguiremos cayendo; incluso a nosotros mismos, que siempre somos los más crueles aliados de la crueldad ajena. «Confieso que he vivido», cantó Neruda, y ya es mucho confesar: habrá quien se lo recrimine.
Cuando uno es señalado, cuando es relegado a los arrabales de la tribu, pocos serán los que no encuentren razones para su rechazo, los que no se lo cuenten a alguien, escandalizados, empezando por «¡Quién hubiera dicho…!» y acabando por «Si ya lo decía yo…» Todo se puede justificar cuando ya está consagrado. Los Evangelios aciertan en esto: no hay como tirar piedras para sentirse libre de pecado. Así que el pecador oficial nos redime por un instante, hace que nos sintamos libres de las maldades que ponemos en él. Lo explica Girard: los chivos expiatorios renuevan y refuerzan el pacto social, pues nada une más que un enemigo común.
No es extraño que nos aterrorice ser señalados o estigmatizados: no porque lo merezcamos ―¿quién no lo merece?―, sino porque pronto acabará pareciéndolo.
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