No es extraño que hayamos acabado teniendo un cerebro tan grande (aunque no siempre lúcido): los problemas sociales son los más complejos que nos toca encarar.
Y no solo porque obedezcan a muchos factores, cambiantes y en interacción ―el deseo, la evitación, la cultura, los roles, los hábitos, las emociones…―, sino porque constituyen situaciones indefinidas, abiertas, inacabadas; situaciones en las que la previsibilidad es siempre relativa, y la certidumbre inalcanzable.
Para salir (más o menos) bien parado entre los demás hay que ser capaz de moverse en el incierto mundo de las probabilidades, maniobrando constantemente para calibrar nuestra acción y adaptarla al cambio sin descanso. Hay que ser perspicaz, astuto y ágil. Hay que hacerse una composición con poca información, y dar respuestas certeras con rapidez. Y, con mayor rapidez aún, corregir los errores en la dirección propicia, dándoles la vuelta a los fracasos en dirección al éxito. Hay que interpretar con sagacidad y comunicar con tacto, dosificando bien la información: la verdad, en la interacción humana, nunca está completa de antemano, se tiene que ir construyendo sobre la marcha, y está hecha tanto de lo que se muestra como de lo que se oculta. Arreglárselas entre la gente es el gran desafío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario