Pocas cosas tan saludables como los límites que nos imponen los demás; pocas tan constructivas como sus desafíos.
Sartre esboza la aparición del otro como una irrupción inquietante y fastidiosa, un jarro de agua fría en el nítido estanque donde Narciso mantiene el idilio consigo mismo. Sin embargo, Narciso no es feliz; está prisionero, y solo la irrupción de los otros puede obligarlo a salir de su ofuscación. Resulta que hay un mundo fuera de mí mismo, y encima no está hecho a mi medida, sino que me exige que sea yo el que se adapte, el que ponga fronteras a una libertad solitaria que más bien equivale a inmadura omnipotencia.
Con la llegada de los otros, Narciso se ve obligado a asumir que solo es uno entre muchos, y así queda redimido de sí mismo. El mundo ya no es un ámbito apelmazado, sino poroso e incierto. Narciso puede otra vez respirar, aunque el aire a veces se le haga demasiado ancho; puede caminar, aunque el mundo parezca inabarcable. Puede amar, aunque el amor le duela. Narciso tiene que iniciar el penoso aprendizaje de la diferencia, del requerimiento, de la condición; la ley del intercambio y el deber de la equidad. Nada es ya gratuito: eso les otorga valor a las cosas. Ningún capricho queda impune, y eso enseña moderación y humildad.

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