Las paradojas revelan el sentido del humor del universo. Ya no solo no yacemos traspasados por nuestras contradicciones, sino que podemos sentirnos como en casa al descubrir que el espinazo del mundo está armado con ellas.
Nuestra mente no tiene por qué avergonzarse por su desconcierto ante un cosmos tan extravagante, más cuajado de ironía que de verdad.
Nos dicen que el universo es finito pero ilimitado. Emergió de la gran explosión de una partícula... salida de la nada, porque no había nada antes. Tampoco hay nada fuera, pero, entonces, ¿dónde está? ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? (Por lo visto los dinosaurios, de los cuales proceden las gallinas). En un tiempo infinito podría suceder todo, incluso que un mono escribiera las obras completas de Shakespeare. Y así.
Detrás de las paradojas intuimos alguna trampa; son como las ilusiones ópticas: lo que nos engaña no es la cosa, sino su apariencia o nuestra mirada. En realidad, las paradojas proclaman los límites de nuestro sentido común. El pensamiento no puede pensarse. Tal vez si las acogemos sin renuencia nos abran sus puertas a ese otro nivel que las trasciende, ese estado de gracia en el que, según los místicos, se superan todos los opuestos, allá donde los dioses danzan y ríen.
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