Ya
dijo Heráclito que la fuerza motriz del universo es el fuego. La vida es devenir,
y no hay cambio sin dolor. El mundo nos transforma imponiéndonos su violencia.
Hay una violencia extrema, que se desata en situaciones límite como guerras o miseria,
y que habría que incluir en ese conjunto de estados excepcionales que, afortunadamente, no nos toca sufrir a menudo.
Pero existe también la violencia sutil de nuestras relaciones cotidianas, los empujones en el metro, el pícaro que nos adelanta en la cola, el coche que nos salpica al pasar... Está la violencia más o menos sutil de los compañeros de trabajo o del vecino. Y, finalmente, la violencia más venenosa quizá sea la que nos agrede en nuestra propia casa, o incluso en nosotros mismos.
Tal vez sea inevitable que nos hagamos daño cuando estamos cerca unos de otros. Pero quien desee paz para su vida debería empezar por conquistarla de dentro a fuera. La felicidad o la amargura se dirimen allí, en esa gelatina de la familia y los amigos, de los padres y los hijos, de las esposas y los maridos. No deberíamos permitir sin más que los venenos de la incomunicación o el resentimiento conquistaran nuestra casa. Tras su paso, ¿qué refugio nos quedará? Y, una vez instalados, ¿cómo los echaremos?
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