Existen muchas versiones del paraíso, y cada cual sueña con el suyo. Para una persona sedienta de novedades, la vida es una aventura, y cuanto más desafíos mejor, pues lo único que hay que temer es el aburrimiento. En cambio, para el ansioso, la felicidad es el sosiego; el ansioso solo descansa ―si no se abruma con turbaciones del pasado o del futuro― en el silencio y la quietud.
Soy ansioso, qué le voy a hacer. Por eso amo el retiro, la amplitud silente de la naturaleza, el recogimiento y la lejanía. Me gusta no tener nada en qué pensar, para dejar que el pensamiento revolotee adonde le apetezca. Me gusta escribir mis meditaciones, porque mientras lo hago nada más me preocupa.
Con los años he aprendido a disfrutar razonablemente de la vida y sus novedades, a fuerza de quitarles importancia. La edad, que nos hace menos deseosos y más realistas, nos libra así de muchas tribulaciones. Uno ha aprendido a no esperar demasiado de los otros, y cuando se mira sin exigencia se aprecia la belleza de lo que es y se puede amar. Eso incluye amarse a uno mismo, que es de quien solemos esperar más. Es como volver a casa, encender un fuego en el hogar y ensimismarse contemplándolo. Nada que esperar, nada por hacer. Hasta la melancolía nos acuna.
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