miércoles, 4 de agosto de 2021

Sinceridad

La sinceridad suele ser bien recibida, y hay que considerarla una virtud, siempre que sea oportuna.
Porque, como todas las cosas, tiene su propio camino medio, su don de la prudencia.


Kant, que buscaba una moral absoluta, nos quería fieles a la verdad a toda costa. Spinoza, en cambio, prefería que fuésemos fieles a nosotros mismos, y, eventualmente, a los demás: la persona por encima de todo, igual que Protágoras. 

No conviene pasarse de sinceros. En primer lugar, porque una supuesta franqueza puede encubrir una crueldad sutil, cuando sirve para someter al otro a nuestra arbitrariedad. Hay una sinceridad despótica que llama verdad al propio interés o a la mera rudeza, que es incapaz de callar por compasión, que se usa como arma arrojadiza. No merece nuestra gratitud. 

Pero incluso la honestidad benévola puede incurrir en excesos. Ante todo, contra nosotros mismos, dejándonos a la intemperie entre los demás. Darles munición a quienes podrían dañarnos no es admirable, más bien parece temerario. Hay cosas nuestras que la gente no quiere saber, o no necesita saber, o no le corresponde saber. Constituyen una intimidad a la que no deberíamos renunciar; no hay que desnudar más allá de lo justo. Lo contrario es exhibicionismo o pura estupidez. 

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