Un amigo divorciado tiene de nuevo pareja; nos invade un curioso alivio. Es como si se hubiera restablecido un equilibrio, cerrado un agujero ―¿una herida?―. Por fin se pasó página, rotas las tenaces amarras con las que aún lo retenía el pasado. «Ha rehecho su vida», solemos decir, como si el interludio no hubiera sido vida, o lo fuese solo a medias.
Supongo que hay algo de razón en esa urgencia por restaurar la compañía. Es como volver a tener nombre, recuperar el carácter inmediato y profundo con alguien y para alguien. Regresar de un exilio: igual que Ulises, tener adonde retornar. Parece que solo en una unión intensa estamos completos, como en aquel mito platónico de las almas gemelas, divididas por los dioses y llamadas a la búsqueda incesante de su otra mitad.
En general vivimos cautivos de ese mito, seducidos por su belleza trágica y a la vez esperanzadora. ¿Quién no desea que alguien le esté esperando para curarle, al final de la jornada? Pero la vida íntima no es más fácil que la vida solitaria: su aspecto de calidez encubre muchas batallas y muchos convenios, frustraciones y nostalgias. La intimidad es una aventura para la que no a todos nos alcanzan las fuerzas; mal que bien, cada cual se las arregla como puede para «rehacer la vida».
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