La mayor parte de las cosas que nos suceden no merecen que las tomemos como algo demasiado personal. Atañen más bien al rol que jugamos entre los demás, al papel que se nos atribuye en la obra, a la máscara (más personaje que persona).
Los insultos y los despechos ―y también, qué le vamos a hacer, los elogios y las admiraciones― se cuelgan de esa especie de carcasa que lleva nuestro nombre, y que va por el mundo haciendo las veces de nosotros sin serlo del todo.
Es cierto que los roles son lo que define nuestra identidad, y probablemente no hay mucho de nosotros más allá de los papeles que desempeñamos. Ser es estar, ser es hacer. Si quitamos la envoltura de nuestra imagen social, ¿qué nos queda? Un amasijo de emociones contenidas y pensamientos apelmazados, que se suceden unos a otros y no resultan muy consistentes. Nada que debamos tomar demasiado en serio.
¿Y más abajo, queda algo? Sí. Queda el cuerpo, con sus placeres y sus dolores. El cuerpo sí que dice algo de nosotros, sí que configura una presencia. La música de su latido compone esa pura sensación de estar a la que llamamos conciencia. Eso somos: tat twam asi, dicen los hindúes. ¿Cuánto de lo que nos inquieta llega hasta ahí? Las tempestades no perturban el fondo del océano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario