Está bien eso que dice el refrán de no dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy: es, al fin, la única manera de hacer algo. Además, cuando hay deberes de por medio, si se trata de asuntos que por fuerza habrá que afrontar, lo mejor es encararlos cuanto antes, aunque solo sea para tacharle notas a la agenda.
Sin embargo, a veces lo que necesitamos es precisamente rebelarnos contra la agenda: no cumplir, escabullirnos de la productividad, ejercer esa deliciosa libertad de lo inútil. A veces resulta un alivio no servir para nada, o dedicarse a cosas que no sirvan para nada. Y, ¿por qué no?, dejarlo todo para mañana, limpiamente. Con algo de suerte, puede que nos libremos de hacerlo.
Al productivismo le preocupa tanto nuestra pereza que ha inventado un horrible término para la afición a aplazar: procrastinar. No digo que si se abusa de ello no se pueda convertir en vicio ―como cualquier otra costumbre―, pero «procrastinador» suena muy feo.
En la actividad también existe el camino medio, y ni siquiera el deber está por encima de la persona. En ocasiones lo propio es rebelarse para no quedar reducidos a robots. La inutilidad y la pereza son también reservas de la poesía, del humor, de la ternura y de la salud. Procrastinemos con alegría, cuando convenga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario