Schopenhauer, que tanto sabía de tristezas, opinaba que, mientras se tuviera alegría, todo lo demás importaba poco para la felicidad (salvo, quizá, la salud, que es a la vez un modo y una condición de la alegría).
La alegría, en efecto, se diría precedente y esencia de la satisfacción. «Quien es alegre ―escribe― tiene en todo momento una razón para serlo: precisamente el hecho de serlo». La alegría, en fin, se sustenta en sí misma, no necesita ninguna justificación.
Algo parecido sugiere Spinoza, para quien la alegría conlleva el paso a una mayor perfección, es decir, una realización de la potencia. «Cuando el alma se contempla a sí misma y su potencia de actuar, se alegra». La alegría, entonces, implica potencia de actuar, es la señal de esa potencia y en cierto modo la potencia misma. El ser anhela la alegría del mismo modo que anhela vivir.
Si hay un empeño que merezca la pena es la alegría. Una alegría que hay que disputar a las tristezas, plantándoles cara, resistiendo, insistiendo en rebasarlas, o incluso incorporándolas en un sentido más amplio. No hay que esperar la alegría: hay que inventarla, hay que afirmarla, hay que promoverla. Alegría voluntaria y retadora. Serrat pedía defenderla, pero tal vez sea ella, en realidad, la que nos defiende a nosotros.
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