De todas las formas de arte, la danza es la que más se parece a la vida. Las otras se parecen a nosotros: la literatura y el cine nos narran; la pintura y la escultura nos retratan; pero la música, y sobre todo la danza, son flores y testigos de nuestra conmoción, del profundo temblor que anima la presencia.
Son vitalidad condensada, estremecimiento desatado. Y el temblor es el Ser mismo al existir, cuajado en materia convulsa.
La danza se parece a la vida, y la prueba es que los que somos torpes en una solemos serlo en la otra. Un solo baile arrobado repercute más que las sesudas reflexiones de todos los filósofos. Estas se asientan graves, y reclaman seriedad porque saben que en el fondo no son muy serias, que el valor de las ideas está más en su poesía que en su verdad.
Quien vive de veras no necesita dedicar su esfuerzo a perseguir la verdad: la vida, como la danza, se basta a sí misma; ella es su propia verdad: la de la fuerza, la del arrebato, la del entusiasmo, la del disfrute; también la del dolor y la muerte. No en vano los orientales, que siempre supieron más de la vida que nosotros, concibieron la existencia como una danza. El dios Shiva, al bailar, creaba y destruía y creaba de nuevo. Todo evoluciona así, en una perpetua transformación. ¡Quién supiera danzar!
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