Vivir es derrochar, o más bien derrocharse, puesto que lo que se prodiga es la propia vida: su pulso, su fuerza, su intensidad, eso que Spinoza llamó conatus. Vivir es gastar, o más bien desgastarse, haciendo de cada instante una apoteosis de la existencia, que se abalanza hacia los muros que la limitan, que se arroja, ardiendo con el fuego que la consume, hacia el mismo futuro que la agotará.
El impulso del Ser ―¿lo que Schopenhauer llamó la Voluntad de vivir?― es rigurosamente absurdo, pues no tiene profundidad; está llamado a la dispersión y al olvido. Y, sin embargo, se despliega sin cesar, desde el origen, llenando de danzas el vacío. Porque la vida no está hecha para tener sentido, sino para realizarse; no aspira al contenido, sino a la belleza. Belleza efímera y rutilante como la de las estrellas.
Tal vez resulte vano hacerle preguntas a la vida, o pedirle explicaciones, o pretender que nos ofrezca algo más que su conmovedora y fascinante inconsistencia. ¿Importa que seamos vehículos de genes o meros episodios de una potencia ciega? Un solo instante de amor justifica la existencia (incluso su dolor), y la ceniza no menoscaba un relámpago de belleza. Entre la nada y la nada se eleva nuestro salto: con eso basta.
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