Hay una maldad en caliente que hay que temer, porque su anhelo de devastación es inmediato. La maldad ciega de la venganza, del rencor, de la frustración; una maldad desesperada, arrolladora, incontenible, cuyo tsunami desatado se llevará todo lo que encuentre por delante, a veces al propio sujeto.
Su impulso destructivo es angustioso y apremiante, su crueldad trasciende la voluntad o los principios: es una situación de excepción, que desgarra el pacto cotidiano, y se precipitará hasta alcanzar un clímax que la consuma en su propia hoguera. Tras su hecatombe las cosas ya no podrán volver a ser las mismas: algo se habrá quebrado, mucho se habrá perdido, todo deberá restaurarse.
Es la maldad hirviente de Aquiles arrastrando el cadáver de Héctor por la arena; de Otelo asesinando a Desdémona; la maldad de una pareja que se divorcia o dos niños que se pelean. No podemos redimirla, pero hay algo en ella tan profundamente humano y vulnerable que nos despierta compasión.
En cambio, hay otra maldad, silenciosa y precisa, la maldad fría del que disfruta hiriendo, del que no ve enemigos sino objetos, no concibe personas sino abstracciones; la que actúa sin piedad y nunca se sacia. Perversidad inhumana de verdugos y tiranos. Esa es la que más hay que temer.

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