La intención es lo que cuenta, afirma el proverbio. Pero le replica otro, sarcástico: El infierno está lleno de buenas intenciones. ¿Hasta dónde nos avalan las intenciones? ¿A partir de dónde dejan de justificarnos?
La intención puso en marcha a Ulises y a sus hombres de regreso a la patria. Sin Ítaca convocándonos tras el horizonte no emprenderíamos el viaje, como cantó Cavafis. La intención es, pues, el necesario punto de partida: nos lanza, nos empuja, nos guía; ese es su valor, y esa es su limitación. Porque lo que realmente importa es el camino, y aún más, tal vez, el lugar adonde seamos capaces de llegar. ¿De qué habría valido la Odisea entera si Ulises no hubiese alcanzado su reino?
Así que la intención no es lo que cuenta, o poco. Lo que cuenta es el camino y la llegada. Tiene que haber Ítacas llamándonos, pero es el esfuerzo por alcanzarlas lo que escribe la aventura humana. Obras son amores, y no buenas razones. No se nos juzgará por la intención, sino por los actos. Los proyectos nos motivan: solo los hechos nos despliegan. Agradezco la intención de ayudarme, pero agradeceré más la ayuda. Nietzsche soñaba con una ética sin intenciones, «más allá del bien y del mal». Yo creo con Husserl que la intención juega un papel ineludible, pero lo que cuenta viene después.
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