Hay queja porque hay deseo: un deseo contrariado. La queja es la expresión de ese malestar que nos infunde la frustración; la queja es la palabra del dolor, y puede nacer como constatación de la impotencia ―el lamento― o como esfuerzo por sobreponerse a ella ―la indignación, que niega lo que la contraría―.
Una queja puede ser una rendición o un grito de guerra, una resignación al dolor ―¡Me has hecho daño!― o un arma arrojadiza que nos defiende de él ―¡Me has hecho daño!―. Lo que marca la diferencia es hacia dónde se dirige la queja, qué anuncia a continuación: rebelión o retirada.
Hay pasiones que, sin ser buenas, tienen la vocación de movilizarnos: son quejas que nos lanzan hacia un mundo que, ya que nos ha abandonado, procuraremos conquistar. La queja de la decepción niega la fantasía de bondad que sosteníamos acerca del otro, y la corrige decantándose por la certeza de su maldad. De ahí saldrá el desprecio, una queja que aparta al otro, o el odio, que quiere destruirlo. La envidia se queja de una superioridad ajena que nos disminuye. La venganza es la queja hecha acto, un acto que le devuelve al otro el daño al que nos sometió. A veces, pues, necesitamos la queja para actuar, pero es mejor movernos por propia iniciativa, como creadores; o sea, por amor.
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