miércoles, 24 de agosto de 2022

Naturaleza y refugio

De un tiempo a esta parte, suelo ir casi siempre a los mismos parajes de montaña.
No es que no me guste esa frescura, ese punto de enigma aventurero, de los sitios en los que estamos por primera vez.


Disfruto con la novedad como el que más, pero el esfuerzo que me requiere ya no me compensa como antes. A la montaña ya solo le pido solaz, bondad y caminos no demasiado difíciles que sepa adónde van. 

La edad me ha vuelto doméstico. De joven, me apasionaba explorar nuevas rutas, perderme por ellas en largas y esforzadas caminatas; ponerme a prueba y acabar la jornada con ese cansancio triunfante de las conquistas. De joven, como todos, me gustaba medirme y sentirme un pequeño gran héroe. 

Pero ya apenas me quedan ínfulas heroicas. Eso no significa que no siga siendo un buscador: busco hacer los días fructíferos, busco el pacífico diálogo y el silencio elocuente. Me gusta seguir el aleteo de una mariposa y el rastro de una idea. Interpelar a la vida sobre las penas para hacer valer la alegría. Me he vuelto más paciente con lo inevitable y menos con lo convencional. Casi no me duelen mis impotencias, y las nostalgias vuelan como pájaros al atardecer. Y acudo a la naturaleza como iría a un refugio: a guarecerme y a reposar. 

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