Recorriendo el espléndido libro que Houellebecq dedica a H. P. Lovecraft, no puedo evitar sentir una acongojada simpatía por el genio de Providence. Ello a pesar de su inclinación conservadora y su furibundo racismo, que contrastan, dicen, con un carácter afable y cortés.
Lovecraft escribió como pocos sobre el terror porque no debían faltarle miedos; se acorazó frente a una vida con la que no encontró manera de arreglárselas: con sus punzantes aristas ―él que era tan delicado―, con sus violencias y sus sobresaltos ―él que se sentía tan poco a salvo en su propia piel―, con el voluptuoso amasijo de su barro ―él que soñaba con el impecable decoro de la tradición puritana―. Lovecraft despreció y odió lo que no tuvo fuerzas para amar, empezando por sí mismo; ni para vivir, y quizá por eso muriera joven. Pero hizo florecer esa impotencia en el vigor de sus escritos.
¿Cómo no sentirme solidario con el desdichado, el conmovedor Howard? Mi soledad es también un asilo de náufrago (aunque él tiene el galardón de su obra). Mis veneraciones ―apegos familiares, amistades viejas, entusiasmos del trabajo― tal vez le habrían parecido insípidas. Mi empeño en reír, iluso. Mi búsqueda filosófica, trivial. O quién sabe: quizá me habría dedicado la misma compasión bondadosa que él me inspira a mí.
No he leído nunca a Lovecraft. Y curioso el significado de su nombre: el creador de amor
ResponderEliminar¡No había caído en el significado del nombre! Paradójico y no exento de ironía, en su caso... No sé cuáles son tus preferencias literarias, pero el viejo Howard nunca decepciona. Al margen del contenido fantástico y del "terror cósmico", que es lo que más contribuyó a su fama, relata con maestría y sobre todo transmite la soledad existencial del individuo en medio de la monstruosa vastedad del universo. Salvando las distancias, apunta paralelismos con Kafka. Y además es muy ameno.
Eliminar