Las disputas de enamorados son de tanteo, de exploración, de prueba. Si suben de tono es porque se desesperan al no encontrar el camino de regreso a la ternura.
«Es como un niño el amor enojado; que, en haciéndole halagos, vuelve al cariño», canta el bolero de Algodre. Y Góngora, que sabía de amores, le recordaba a Isabel «que celos entre aquellos que se han querido bien, hoy son flores azules, mañana serán miel».
Menos dulzura, y más crueldad, rezuman las discusiones del final del amor, cuando este ha acabado o quiere acabar. Tal vez sirvan como una resistencia desesperada, como un ruego angustioso por que no decaiga la alegría. Pero a menudo se pierden los papeles, se falta al respeto, se dice algo imperdonable aunque nos arrepintamos de ello. Son entonces artífices del agotamiento: lo sugieren, lo proclaman, lo compactan. Son desencuentros en los que languidece el encuentro, como una llama que se va consumiendo. Quizá sea una discusión el definitivo soplo que la apague.
Al final del amor, muchas veces, necesitamos ser enemigos para no ceder a la tentación de volver a ser amigos. Ojalá pudiéramos romper sin ofender, pero eso tal vez sería como pretender hacerlo sin sufrir. Al final del amor ya no se espera miel, ni quedan flores azules.
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