La intimidad, según suele argumentarse, es un invento reciente, consecuencia o antojo del sujeto cartesiano, que no cobra consistencia hasta la modernidad.
En un mundo de individuos y vidas individuales tiene sentido una ética topográfica que demarque los territorios público y privado. Hay cosas que fuera del hogar no se deben ver ni saber: lo propio se convierte en propiedad. Deslizar lo íntimo en lo público es entonces exhibicionismo, un tipo de exceso o de desviación ―de nuevo una palabra con sentido topográfico― que equivale a la obscenidad (obsceno, según algunas etimologías, venía a significar «fuera de la escena» o del escenario teatral: o sea, lo que no debería hacerse delante de otros). La obscenidad que actúa en público lo íntimo resulta incómoda, desagradable y hasta ofensiva; el obsceno ha faltado a su propia dignidad ―y a la de los demás―, y provoca vergüenza ajena; eso lo hace también patético.
En definitiva, lo íntimo delimita el coto de lo propio frente a los páramos de lo ajeno. Pero su propio carácter vedado lo hace objeto de una atracción irrefrenable. Toda empresa invasiva busca pinchar en el tejido blando de la intimidad, como saben bien las religiones y los sectarismos de toda laya. Se entiende que cultiven el exhibicionismo proselitista, o sea, la obscenidad.

Bonito conflicto este de lo íntimo y lo público, y menudo rendimiento le sacan las redes sociales.
ResponderEliminarDesde luego. Las redes aún dan otra vuelta de tuerca: en ellas lo privado no solo se convierte en público, sino en escandalosa publicidad. En ese estado se pierde la delicadeza de lo humano, y se alcanzan las más mezquinas cotas de obscenidad. Un mercado de exhibicionistas y mirones.
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