«Conócete a ti mismo», encomendaba el Oráculo de Delfos como tarea prioritaria, y por ahí, en efecto, deberíamos empezar todos… Pero la mayoría de la gente elude la verdad sobre sí misma, se diría que no quieren conocerse. ¿Qué temen?
El eterno desafío de conocer es que podría obligarnos a reconocer. Y reconocer podría conminarnos a cambiar. ¿Cómo mirarse al espejo sin encontrarse de cara con la responsabilidad? A nadie le gusta admitir sus defectos; y aun más actuar en consecuencia, tarea dura e incierta donde las haya. Todos hemos ido aprendiendo a cerrar los ojos a lo que nos inquieta, y sobre todo a lo que nos interpela. Actuamos como reprueba Tagore: «El hombre se adentra en la multitud para ahogar el clamor de su propio silencio.»
El clamor del silencio le espera a quien tenga la osadía de escucharse. El que es honesto consigo mismo ya no puede ignorar «lo solo, lo mezquino, lo triste», como dice Alberti. Somos seres perdidos en busca de luz, traspasados de fallas y carencias. Tal vez nadie soportaría verlas todas. Pero aunque sean unas pocas, nos evocan heridas que no curaron, tareas que descuidamos y deberes que esperan ser cumplidos. Para conocerse ―en Delfos lo sabían― hace falta arrojo y firmeza.
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