De entre todas las joyas ancestrales de nuestro Romancero, la que siempre me ha sobrecogido más, por su belleza sencilla e hipnótica, es el Romance del prisionero. Ya se ha dicho mucho de él: yo glosaré lo mío.
Nos estremece la infinita melancolía de la situación. Llega la primavera, el mundo despierta, la vida se arroba en el amor. «Por mayo era, por mayo, cuando los grandes calores, cuando los enamorados van servir a sus amores». Pero, cuanto mayor la alegría, más honda la pena si no está a nuestro alcance. Por eso se lamenta el prisionero, aislado en su celda oscura: «Sino yo, triste mezquino, que yago en estas prisiones, que no sé cuándo es de día ni menos cuándo es de noche». Con todo, no es la impotencia su mayor congoja: es que ni siquiera se le haya dejado la esperanza, el humilde gozo de la evocación: «Sino por una avecilla que me cantaba al albor. Matómela un ballestero, ¡dele Dios mal galardón!» Ni sueños le quedaron a su encierro.
Todos, tras los barrotes de nuestra celda, hemos visto perecer avecillas de esperanza. Nos quedan la epifanía del dolor y la comunidad de la derrota. ¿Quién no penó relegado a la prisión de los que pierden? ¿Quién no lloró su expulsión de la esplendorosa comitiva de los enamorados? Y, aun así, seguimos oteando el cielo.
No lo conocía
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