Los excéntricos molestan. Son como una piedra en el zapato del buen caminar social, como una turbulencia en el plácido remanso de convenciones en el que dormita la tribu..
Tardamos toda la vida en ajustar nuestro amoldamiento, un dócil encaje entre los demás, y de repente aparece un personaje que lo cuestiona, que tiene la osadía de seguirse a sí mismo como referente, por encima de los inveterados pactos del grupo.
Los excéntricos molestan porque desvelan la fragilidad de nuestros acuerdos sociales; pero también porque nos enfrentan a nuestra propia autenticidad, esa que hemos ido dejando por el camino a cambio de la aprobación ajena y de la comodidad. Pronto, alrededor de los excéntricos se tejen conspiraciones y menosprecios, se les arrincona o se les acosa. Urge regresarlos a la convención, no vayan a resquebrajarla.
Sin embargo, deberíamos estarles agradecidos. No solo por lo sano que resulta que nos obliguen a cuestionarnos, sino porque son ellos, como señalaba John S. Mill, los que exploran nuevos caminos mientras los demás seguimos lo trillado: «Precisamente porque la tiranía de la opinión es tal que hace de la excentricidad un reproche, es deseable ―para romper esa tiranía― que las personas sean excéntricas». Atrevámonos.
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