Cuando estamos enamorados, ser correspondidos es un gozo como hay pocos. En cambio, cuando no amamos, que nos amen es más bien un incordio..
Puede que en parte nos halague, y que incluso nos provoque un cierto conflicto ―pues el amor tiene su lado de voluntad―, pero a la larga lo más probable es que nos fastidien esas miradas que no podemos devolver.
¿Por qué nos importuna tanto? Porque el amor es un asalto: Cupido sale al mundo a cazar. Rebosa de deseo, y el anhelo es cáustico y ruidoso, por mucho que se contenga, o incluso más cuando se contiene en vano. El amor es un exceso que reclama sin medida; eso es lo que lo hace ciego, pues no puede verse más que a sí mismo. Lo anega un heroísmo incontestable, no puede concebir que el mundo no se rinda a su paso; es incapaz de asimilar que se le dé la espalda, que tanta vida efervescente se derroche en un baldío.
El amante se siente tanto más solícito cuanto más fuerte es su amor; eso lo tiñe de un tinte patético que nos conmueve a los que lo vemos desde fuera ―¿cómo presenciar su candidez sin ternura, su despilfarro sin pena?―, pero que agobia a quien no responde a sus requerimientos, ofendido incluso por obligarle a la tosca negación. ¡Pobre amante malogrado! ¡Pobre amado aburrido!
No hay comentarios:
Publicar un comentario