sábado, 23 de noviembre de 2024

Actuar

Es sabido que la felicidad no era para Aristóteles un estado, sino un proceso:
el de hacer lo correcto, el de implicarse en la tarea que más se aviene al talante de uno; el de mantenerse, esforzadamente, en el filo de la navaja del camino medio. 


La felicidad, o esa satisfacción profunda que se le parece y que los griegos llamaban eudemonía, no está nunca acabada, es siempre un camino que se está recorriendo. 

Parece que los psicólogos le dan la razón a Aristóteles. Nuestro hedonismo blando de consumidores apetecería una felicidad cerrada, definitiva, una felicidad que se pudiera acaparar de una vez como se compra una camisa, y que se pudiera guardar en un armario, para ponérsela por las mañanas y colgarla en la percha por las noches. Pero la fábula clásica ya nos avisa que el hombre feliz era el que no tenía camisa; podríamos interpretarlo como el que la teje mientras actúa. 

Así que resulta que ser feliz consiste en actuar; es un trabajo, es la tarea justa que nos corresponde, como también venía a recordarnos Ortega. Y si uno se para a pensarlo, la propuesta tiene mucho sentido. Mientras actuamos nos sentimos en marcha, pensamos menos en nosotros mismos, nos volcamos en el mundo y lo construimos. La felicidad empieza en las manos y, si es el caso, acaba en la cabeza. 

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