La mayoría de nuestros deseos son irrisorios: ni nos hacen falta ni nos procuran tanta satisfacción como esperábamos. A menudo agotan su alegría en su realización, como esa aura de desencanto que nos invade al desenvolver un regalo.
Lo mismo pasa con nuestras inquietudes. Suele ser más intensa la ansiedad que adelanta lo que tememos que eso que, llegado el momento, sucede realmente. En realidad, muchas veces ni siquiera sucede nada, o el camino ya ha dado un giro y se trata de algo totalmente distinto.
La imaginación nos presta un servicio útil y le pone a la vida un ameno aliño. Fantasear es muy entretenido: los sueños gratos —la anticipación de un beso, el presagio de una sorpresa— pueden dejarnos un regusto dulce y largo; los angustiosos consuelan con el alivio de disiparse al despertar. Nos gustaría prolongar los primeros y olvidar deprisa los segundos: en cualquier caso, sueños son, incluidos los que soñamos despiertos.
A la fantasía hay que dejarla pasar sin tomarla demasiado a pecho. Si nos hipnotiza, mejor desviar la mirada. Hay que curarse de ella antes de que nos convierta en piedra, como la Medusa, poniéndole un espejo y plantando los pies sobre la tierra. Dulces ensoñaciones, sombrías inquietudes: hojarasca que se lleva el viento.
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