Filosofar es abrir los ojos para escudriñar la vida, y luego dar sentido a lo que hemos descubierto.
Es, por tanto, un permanente viaje de ida y vuelta: un despertar a la complejidad, allá donde nos habíamos acomodado en limitados esquemas, para luego hacer un esfuerzo de esquematizar de nuevo mediante la razón y el sentido común. La verdad es siempre compleja porque nos reserva lo inesperado, y asombrosamente simple cuando la traducimos en fórmulas que nos permitan manejarla.
Ese viaje se repite una y otra vez: la verdad nunca está acabada. La vida siempre tiene algo más que oponer a nuestras conclusiones («A la vida no le enseña nadie», escribe García Márquez), y el pensamiento debe afinar nuevas interpretaciones. Así se construye todo el conocimiento, incluido el científico, pero sobre todo la filosofía, que trabaja con lo amplio, lo ambiguo, lo indemostrable. Los argumentos filosóficos nunca son definitivos, más bien nos hablan de maneras de situarse ante las cosas que de las cosas mismas. Esa es su limitación —que le impone humildad— y ese es su esplendor —audaz, inagotable osadía prometeica—.
Privados de verdades eternas, hay que elegir cuidadosamente las verdades provisionales a las que nos atendremos. Luego confiarles nuestra pasión y exponerlas a la obstinada intemperie de la lucidez.
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