No estamos hechos para disfrutar, ni para descubrir, ni para realizarnos, ni para ser felices. Todo eso son extravagancias: ni siquiera estamos hechos para vivir, sino para medrar. Somos meros eslabones de la especie.
En tanto que manifestaciones pasajeras, nuestra misión es la misma que la de cualquier otro ser vivo: sobrevivir hasta la edad de reproducirnos, y pasar el testigo cuanto antes. Una vez saldado nuestro papel en la cadena, no solo ya no hacemos falta, sino que incluso sobramos: las generaciones posteriores son la prioridad. Tiene sentido que, a partir de una cierta edad, nuestro cuerpo se autodestruya.
La identidad, la conciencia, el deseo, el placer, la cultura entera, son epifenómenos de ese cometido supervivencia-reproducción. Hemos construido nuestras vidas como castillos en el aire, lujos que discurren al margen de la corriente vital. Tienen valor para nosotros, pero no le pidamos a la vida que los defienda. Aspiramos al amor, una alianza necesaria, pero frágil: nuestro instinto también impone la rivalidad. Las adicciones priman el placer intenso y venenoso a la moderación de una salud longeva. Estas contradicciones nos hacen neuróticos, y la neurosis es otro epifenómeno de una biología que no nos quiere felices, sino eficaces. El proyecto del hombre se construye contra corriente.
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