Cada persona es un cosmos de vivencias, intenciones y deseos. Cada individuo es un proyecto y un designio. También una historia de heridas y un amasijo de contradicciones. ¿Cómo evitar el choque entre esos mundos convulsos? Lo normal es la colisión.
Y, sin embargo, a veces, incluso a menudo, ocurre el prodigio y nos encontramos y nos queremos y forjamos lazos que pueden ser intensos y duraderos. A veces, hasta nos entendemos un poco, nos imbricamos lo suficiente para fundar un sistema de significados comunes. ¿Cómo es posible? Porque estamos hechos de tal modo que precisamos testigos, cómplices, compañeros de viaje. Necesitamos amar y ser amados para que todo, incluidos nosotros, cobre sentido en medio del absurdo del ser-para-la-muerte con que nos retrató Heidegger: somos seres-entre-los-demás.
Anhelamos ser vistos, y, como dijo Saint-Exupéry, solo se ve lo que se ama. El amor nos salva de la soledad de nuestra condición individual, de esa separatidad, como la llamaba Fromm. No queremos dejar de ser distintos, solo queremos dejar de estar solos. Un simple reconocimiento, una caricia, pueden bastar para aliviar la angustia elemental de ser uno mismo. Pero los afectos también nos atrapan, y siempre plantean sus propias exigencias. Inevitablemente, gravitamos en esa tensión.
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