Parece que las lágrimas fueron hechas para despertar la compasión de los demás, y ganar así su apoyo y su colaboración, o al menos su benevolencia.
Llorar es un modo de exhibir sufrimiento, pero sobre todo vulnerabilidad; tiene algo de armisticio, de garantía de no ser una amenaza, incluso de sumisión.
Pero esos mismos efectos les confieren a las lágrimas poderes menos inocentes. Hay que tomar con precaución su plácida llovizna, porque tras ella, a veces, se preparan tempestades. Existe una agresividad que se disfraza con piel de oveja; hay que mantenerse especialmente precavido con los talantes pasivo-agresivos: no solo no se les ve venir, sino que a veces resultan ser los más perversos. El victimismo sirve a menudo como carta blanca para la tortura y la manipulación.
No es extraño, pues, que las lágrimas asusten. Tememos las lágrimas propias porque nos delatan, informan de nuestros puntos débiles y nos exponen a la crueldad. Pero tememos, sobre todo, las lágrimas ajenas, porque nos reclaman lo que no queremos dar, nos apuntan con el dedo cuando creemos reposar en la inocencia, entorpecen la defensa y nos exponen al ataque… Las lágrimas urden historias de descontrol y ofensa, y siempre amagan una petición y una objeción. Hacemos bien en tratarlas con cautela.
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