martes, 31 de diciembre de 2024

Los audaces

Admiramos a los audaces, incluso cuando se despeñan,
porque les suponemos el valor que a nosotros nos falta.    


Los amamos, incluso cuando nos importuna su arrogancia, porque algo en nosotros sueña con ser como ellos. Los intrépidos nos conmueven, aun frisando la temeridad, porque se entregan a la vida sin objeciones, y no dudan en apurarla por más que comprendan que es ella la que los consume. 

En los osados hallamos ecos de otra existencia más sencilla, la edad de oro de los que caminaban desnudos y despreocupados por el paraíso, tomando los frutos de los árboles y luchando a muerte con las fieras. Una vida de gestas, deslumbrante y corta, siempre a punto de acabar, donde se disfrutaba y se perecía sin reserva. Esa existencia nos atrae, aunque la sepamos ardua y agreste, porque da cuenta de sí misma y por sí misma, sin reclamar sentidos más allá. Es lo que Camus llamó absurdo: el hombre solo. No enfrentado a un cosmos frío, como él lo veía, sino parte de un universo al que pertenece, un hogar feroz pero rabiosamente propio. 

Ya no hay vuelta a aquel mundo, ni siquiera regresaríamos si pudiéramos, pero los osados nos lo evocan por un instante, y vislumbramos en su intrepidez una vida hermosa y cruel que nos fascina, como la de los héroes de los viejos mitos. 

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