El egocentrismo, que no es malo en sí porque en él reside la fuerza vital, se aproxima a la perversidad cuando nos regodeamos en él, cuando ni siquiera tenemos la decencia de moderarlo por cortesía, cuando ignoramos a los demás y dejamos de honrar su dignidad.
Un egocentrismo espontáneo puede resultar hasta entrañable, pero el recalcitrante, el que se encanalla y explota a los incautos como meros objetos, sin miramiento ni tacto; el que emana del menosprecio o reside en él, el que hace gala de despotismo sinvergüenza: ese es un egoísmo mezquino con el que no se puede firmar la paz.
No deberíamos acostumbrarnos a ser víctimas; no hay en ello nada loable. Hacer lo correcto por pura determinación: eso sí es un mérito. Pero ser bueno a la fuerza, o por temor, solo es ser débil. Nietzsche lo despreciaba con razón. Hay que rebelarse contra tiranos grandes y pequeños, hay que rechazar el victimismo y afirmar la dignidad. Hay que defenderse de los egocéntricos y los desalmados, de los parásitos y los avasalladores. Refutar esa parte de nosotros que tan fácilmente se somete a ellos: por miedo, por pereza, por propia saña, por inseguridad, porque así nos lo enseñaron y no nos hemos atrevido a cuestionarlo.
A veces hay que luchar; a veces la ira nos preserva o nos libera. No queremos a los infames, ni queremos que nos quieran.
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