Triste, pobre, mezquina rebelión la que se ensaña con uno mismo. El que se daña preferiría agredir a otro y no sabe, o no se atreve: no hay muestra más patética de un repliegue sumiso y una crueldad latente.
Hay quien hace ostentación de ser víctima, quien se regodea en ello y no deja pasar oportunidad para recriminarlo: ese reproche suyo es avieso y torticero. Hay quien sufre en silencio, escupiendo al espejo lo que no tiene arrestos para pelear; no hay perdedor más turbio. La ira callada es la más venenosa: un veneno que inunda la sangre y se exhala por los poros, rodeándonos de una atmósfera irrespirable para cualquiera que se acerque. El rencor devasta por dentro y ensombrece por fuera; ya decía Max Scheler que el resentimiento nos intoxica por dentro con todo lo que no hemos sido capaces de convertir en acto, nos inmola en el altar de nuestra propia impotencia.
«El hombre es acción», escribe Alain: el mero hecho de expresar lo que sentimos, y actuar en consecuencia, es curativo. Vale la pena el riesgo de no tener razón, si ese es el precio de defender la nuestra; vale la pena acabar doblegados por otros más fuertes, si sus iniquidades merecen que les plantemos cara. Si no expresamos la rabia, tal vez nos convendría cuestionarla: hay quien así inventa el amor y descubre la compasión.
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