Vínculo ferviente que estrecha el abrazo para despojarlo de distancia, hasta que el binomio se funda en el uno, cimentado por la argamasa invencible de afecto y sexo. Y entreverados afrontar la intemperie, desde ese abrigo de soledades, remedio de heridas, apoyo de flaquezas. Un intercambio en el que, por gracia del amor, dar y recibir se confundan en una sintonía de generosidad, respeto y ternura.
Así lo soñamos desde que empezaron a cantarlo los trovadores. Pero ya ellos lo presentían inalcanzable, y por eso mezclaban la alabanza con el lamento. El platonismo renacentista, con sus bucólicas Arcadias, y el ardoroso Romanticismo, fueron puliendo la esperanza del amor verdadero y eterno. Desde entonces ya no nos hemos recuperado de tanta hermosura.
Pero las personas somos algo más y menos que un ensueño. La vida no fue inventada para el deleite, sino para vivirla. Por estrecha que sea la unión, seguimos siendo dos. Más tarde o más temprano, la cercanía, extenuada, pide distancia. Mantener la tensión entre esas dos fuerzas, la centrípeta y la centrífuga, ser capaz de sufrirla y gozarla y sostenerla, es la verdadera prueba de los amantes, y requiere un amor más profundo, más sereno, más firme que el del enamoramiento.
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