Los recuerdos gratos son como el paseo por un hermoso jardín: nos reconfortan con su mansa persistencia, que ya no pide ni espera, y por eso los visitamos con una vaga mezcla de ternura y melancolía. Pero hay también espinas ocultas entre la maleza, púas antiguas que rasgan al pasar. Nos adentran en simas inquietantes en cuyas paredes danzan nuestras sombras más violentas.
Por doloroso que sea su rasguño, pocas veces podemos resistirnos a esa llamada hechizante y aterradora, ese canto de sirenas que nos quiere náufragos en sus arrecifes. Aquel error desconcertante, una perfidia de la que nos arrepentimos, un rencor que nos persigue, una tragedia que nos vulneró para siempre: todos ellos son heridas que no han cerrado, deudas que siguen pidiendo ser saldadas. Por eso nos perturban, y porque nos perturban no podemos deshacernos de ellas.
A veces el pasado regresa como un hijo pródigo, y no hay más remedio que atenderle. Ojalá podamos hacerlo sin hurgar en la lesión, sin reabrir las cicatrices. Ojalá en nuestra jornada por los valles sombríos nos acompañe, como a Dante, alguien sabio y bondadoso; alguien que nos quiera, que nos envuelva en el amor que transige, el amor que respeta, el amor que redime.
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