La mano con que ofrecemos el respeto a los demás se apoya en la que nos tiende su respeto. Imposible una cosa sin la otra.
Flaco favor es abandonar a los otros a merced del tirano que llevan dentro. Y ese déspota siempre está a punto para salir a llevárselo todo por delante, en cuanto dejamos de imponerle límites, porque constituye la peor tentación de la debilidad.
La humillación no merece nunca nuestra tolerancia y menos nuestra complicidad, por justificada que parezca. Todos merecemos ser rebatidos e impugnados: por nuestra ignorancia, por nuestra torpeza, por nuestra estupidez. Pero la humillación cuestiona la dignidad, y quiere destruirla; la humillación actúa siempre de mala fe: no revela, no corrige; solo daña. Transigir con ella es rendirle nuestra propia dignidad.
Hay que poner coto a quien quiera avasallarnos, arrogándose el derecho a administrar nuestros derechos; a quien se crea capaz de calibrar nuestra valía, aplastándonos bajo su mazo de juez. Todos vamos a tientas por la vida, nadie posee el monopolio de la lucidez. Y eso nos incluye a nosotros mismos, a nuestro propio tirano interior, que nos someterá a las peores vejaciones cuando no sepa endosárselas a los demás.
Para quien se respeta, el respeto a los demás, el respeto de los demás, son yerbas que crecen por sí mismas.
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