Camilo José Cela decía que después de una buena comida es tentador ponerse sentimental. El sentimentalismo encubre un aire de lujo y petulancia. Nadie se lo permite mientras tiene que doblar el espinazo. El sentimentalismo es un entretenimiento de señoras que se reúnen para tomar el té, o señores que dormitan haciendo la digestión.
Hay en el sentimentalismo un tufillo a alcanfor o colonia barata que espesa el aire de las tardes e incita a la pose melodramática. No es que pretenda engañar, pero tampoco dice la verdad. Embebe las tristezas mientras las macera en almíbar. Inventa la melancolía, que es la mullida holganza en la que se recluye el sentimental, escabulléndose entre suspiros y lamentos. Narciso se pone sentimental cada vez que algo remueve el agua y estropea su imagen.
Por sentimentalismo se cometen atropellos y se perpetúan tiranías. Hasta la ternura puede usarse como coartada para atrapar al otro: ¿cómo me vas a llevar la contraria, si soy tan manso, si te ofrezco tanto, si tanto me entristece tu desdén? Nietzsche ya nos avisó de cuánta crueldad, cuánto resentimiento se pueden parapetar tras esas aparentes blanduras. El sentimental se siente pletórico e impune. Pero no le aborrezcamos: a menudo, también vive atrapado en sus nostalgias.

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