La insistencia halaga al amor, pero no lo conquista. Le arranca, si acaso, una oportunidad. A menudo, consentida a regañadientes, y casi siempre sin entusiasmo.
El rechazo vencido por cansancio nos recibe cansado. Será con nosotros más riguroso y escéptico que con cualquier otro. Es como si buscara argumentos para ratificar el tiempo en que fue esquivo. Nos lo pedirá todo, y no nos excusará nada.
¡Qué distinto de la complacencia enamorada! El amante desdeñado comprobará, con creciente decepción, cómo su amada se le escabulle al menor pretexto; cómo bosteza mientras le proclama su devoción; cómo se mantiene arisca y fría hacia él, mientras dispensa sus sonrisas a las más burdas gracias de los otros. Nada le basta; puede que incluso acabe ensañándose con ese afecto impuesto: la ternura que no se comparte, como el consejo que no se pide, sabe a tiranía. El amor cautivo solo sueña con la libertad.
¿Le negaremos la razón? Amar no licencia para pedir, y menos para reclamar. Claro que el amor no sabe de derechos, solo de la fuerza del deseo que lo aviva. Quizá insista hasta que lo destierren o hasta que triunfe sobre la voluntad. Asombrosamente, alguna vez logra infiltrarse por ocultos pasadizos, y acaba conmoviendo y conquistando.
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