sábado, 13 de septiembre de 2025

Aplausos

¿Por qué anhelamos el reconocimiento? ¿Por qué nos encanta el aplauso?
Aristóteles ya lo apuntaba: nuestra naturaleza es flagrantemente social.          

Fuera de la interacción con otros, ni siquiera sabemos qué somos. No podemos evitar que nos importe la opinión ajena, que nos preocupe cómo se nos evalúa y qué lugar se nos reserva en la mesa de la comunidad. 

Aspiremos o no a ocupar puestos de honor, todos necesitamos que se nos guarde un hueco. Y que ese lugar esté bien considerado, al menos por parte de los más próximos, la audiencia habitual de nuestra función. El prestigio, la reputación, el estatus que se nos atribuyen son asuntos prioritarios en nuestro desenvolvimiento entre los otros. De entrada porque nos inspiran seguridad y afecto. Pero también porque un buen lugar confiere un cierto grado de poder: la probabilidad de ser apoyado, de ser protegido, de ser secundado en las necesidades. Saber que se nos aprecia, en fin, es señal de que somos apreciables: el venero de nuestra autoestima mana de la estima ajena. 

El aplauso transmite el calor de la tribu. Según algunos profesionales, crea adicción. Resulta patético vivir pendientes del halago, tan veleidoso al fin; pero, a diferencia del cuervo de la fábula, podemos saborear los aplausos sin soltar el queso.

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