Mirar cara a cara a la verdad suele poner las cosas en su sitio.
De vez en cuando hay que desplegar los planos del mundo, organizar la dispersión de lo vivido; orientarse en el pantano de imposturas, donde no se hace pie ni sabe uno a qué agarrarse.
La verdad nos hace libres porque nos muestra a qué atenernos; porque pone a raya el miedo, al sumergirnos en él. Incluso cuando cruza como una tempestad devastadora, deja a su paso el aire fresco de las amplitudes, la serenidad expectante de las ruinas. Hay verdades que eludimos porque tememos que nos pulvericen: ¿merece la pena vivir huyendo de ellas, disimulándolas tras componendas tranquilizadoras? ¿Sale a cuenta amortiguar el dolor aumentando una confusión que traerá más dolor? ¿Qué refugio es ese que, para resguardarnos de la intemperie, nos aplasta?
No digo que no haya mentiras oportunas, y verdades ociosas. A veces hay que descansar de saber. A veces hay que espantar con artificios a las preguntas vanas. Cuando haga falta, podemos engañarnos; con una sola condición: no dejar de saberlo. Y estar dispuesto, cuando llegue el momento, a invocar el coraje y regresar desnudo ante el espejo. Expuesto al aguacero el corazón de barro y piedra. He aquí lo único que me pertenece. Lo que no se llevó el viento.
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