A veces nos asaltan problemas reales. Pero otras muchas, quizá la mayoría, nos preocupamos por vicio, por atenuar con sombras una vida demasiado solar que nos deslumbra.
Sufrir tiene algo aplacador: contradiciendo cualquier lógica, el sufrimiento, a menudo, precede a sus causas, que son más bien sus coartadas. Las inquietudes, en tales bretes, son intercambiables: cuando una se disipa, otra ocupa inmediatamente su lugar.
Hay una especie de horror vacui en la alegría; en cambio, la pena y el desasosiego se perciben tupidos y consistentes. Y es cierto que el contento y la serenidad son inciertos, que hay que conquistarlos a cada instante, y nunca dejan de ser incompletos y vulnerables. En cambio, a la pena se llega sin esfuerzo: siempre nos aguarda al final de la dicha. Sin embargo, no porque se imponga por sí misma certifica su acierto la tristeza. Simplemente demuestra que es más fuerte que nosotros. El sufrimiento y la muerte no nos fallan nunca; la alegría es escurridiza y a menudo nos traiciona. Pero bien podría ser que los traidores fuésemos nosotros.
Tal vez la alegría no tenga razón, pero desde luego solo ella vale la pena, y esa es toda la razón que necesita. No hay prisa para la pesadumbre. Si en algo me excedo, si en algo apuesto en balde, que sea en la alegría: sigo vivo, y conozco suertes peores.
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