Cuando el mito nos arrastra, la lucidez se tambalea. El mito, tomado demasiado a pecho, blandido como una antorcha, reluce pero mina el discreto lienzo de la ética: la diversidad, la libertad, la transparencia; el humor, la elemental fraternidad del vecindario.
Cierto que lo casero huele a col hervida, la rutina nos aburre, la cotidianidad tiene un dejo mustio y burocrático. Sentimos la nostalgia de la aventura; añoramos sorpresa, pasión, entusiasmo. Soñamos con historias heroicas y batallas arrebatadas. Pero hay quien, encendido por esos éxtasis, pierde pie en la realidad.
Hasta ahí es como Don Quijote: acaso su manía no le beneficie, pero podemos simpatizar con él, podemos conmovernos ante la gracia de su ilusión, que si hace daño es solo a él, y tal vez haga bien a muchos. Pero Don Quijote no hacía proselitismo, no pretendía enrolar a nadie, ni aun menos someter a los demás a su delirio. Si hubiese convocado masas, si se hubiera erigido en profeta o caudillo, habría escorado hacia el intimidante destino de los sectarios.
Los mitos, al atraparnos, pueden transformarnos en tiranos. Si no son denunciados por la razón, si se les antepone a las personas, alumbran déspotas totalitarios, represores de quienes los contradicen o importunan. Roban el criterio y la voluntad. Arrastran: arrasan.

No hay comentarios:
Publicar un comentario