Nuestra propensión a juzgarnos por comparación es ineludible, como postuló Leon Festinger; y nuestra necesidad de sentirnos valiosos es implacable, como han demostrado los estudiosos de la autoestima. La combinación de ambas tendencias da cuenta de la envidia y de eso que se ha llamado schadenfreude, la alegría por el perjuicio ajeno.
En el espectáculo de los tropiezos del prójimo hallamos consuelo para los nuestros. Y también ánimo. No solo no éramos tan desastrosos como temíamos, sino que incluso puede que haya otros mucho peores. Pocas cosas más desalentadoras que tener que seguir la corriente a esos seres perfectos, que lo saben todo y a los que todo les sale bien. Esperamos pacientemente asistir a un traspié, un resbalón, una caída, para recuperar el amor propio que sentíamos cuestionado.
La unión en la excelencia es inestable porque, más temprano que tarde, quizá nos toque exhibir nuestra superioridad o alejarnos antes de admitir nuestra inferioridad. Pero la complicidad en la desgracia, aunque al principio nos alivie, también acaba por importunarnos: nadie quiere contarse mucho tiempo entre los fracasados. Lo ideal sería aquello de «yo estoy bien, tú estás bien», pero, ¿cómo no preferir «estar mejor»?
No hay comentarios:
Publicar un comentario