No disfruto con las películas de terror, por más que los monstruos sean de goma y la sangre de mentira.
Supongo que soy exageradamente propenso a tomarme todo muy a la tremenda, incluso las ficciones. En realidad, la sugestión que a mí me perturba debe ser la misma que divierte a tanta gente. No creo que sientan menos miedo: es que ellos lo olvidan antes.
Sabemos que nuestra especie alienta temores atávicos y universales, como reflejan tantos cuentos, mitos y supersticiones. A los niños —debo seguir siendo un poco niño— aún se les mezclan fácilmente con la realidad. Con el tiempo aprenderán no solo que las brujas y los espíritus no existen, sino que el verdadero terror concierne al mundo real. Ese que pueden mirar con sus ojos, tocar con sus manos y notar con su piel.
No hace falta magia ni oscuridad: la vida nos enseña a todos que tiene tanto de gozo como de dolor. Y que ante los peligros reales no basta apretar los párpados ni encogerse bajo la manta: su amenaza siempre permanecerá agazapada en casa, en la calle, en el telediario; en el propio cuerpo que enferma y muere. En los vaivenes de nuestra condición ufana y violenta. En la sociedad que protege y agrede. El verdadero terror, el que reclama coraje, lucha y entereza, se siente al abrir los ojos.
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