Hay que andar muy alerta con los victimismos. Existen víctimas, y muchas, y en todas partes: siempre que el poder se impone al pacto y al respeto. Nuestra sociedad consagra el sometimiento de inmensas mayorías.
Pero una cosa es la justa reivindicación y otra el victimismo. Este se instala en el lamento, en vez de plantear opciones; se ceba en la imputación, desentendiéndose de toda responsabilidad. El victimismo es pasivo y reactivo; sus reclamos de deuda ajena, tan cómodos, alcanzan fácilmente lo arbitrario, y pueden ser inagotables. La dramática urgencia de sus lágrimas escatima el menor asomo de obligación propia. El victimismo tiene su propio poder, que es el de la impunidad, y su dedo acusador señala sus propias víctimas.
Hay que ser cauto con él. Algunas personas son asombrosamente hábiles manejando la culpabilidad ajena, resguardando bajo su pantalla perversidades propias y, con esa estratagema, haciéndolas más lacerantes. Son diestras en usar las lágrimas como puñales; lágrimas que les sirven de subterfugio para que nadie las denuncie, y de coartada para achacarlo todo a los demás. Conocí a una verdadera virtuosa de la lágrima fácil y corrosiva: invocaba el deber de la ética, mientras asestaba crueles estocadas. La ética impostora, como la lágrima, también puede usarse como daga.
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