Las tradiciones son felices por lo que tienen de testimonios de la ocurrencia colectiva. Como cualquier otro uso, como la lengua o la forma de vestir, son amenos regalos de las generaciones pasadas. Sin embargo, hay buenas razones para ser precavidos con ellas.
Lo inquietante de las costumbres es que parecen tener valor y entidad —alma— por sí mismas, por ese espesor que les confiere la facticidad de la memoria. Una de las razones que se esgrimen a menudo contra lo nuevo es que «así se ha hecho siempre». Somos conservadores, sobre todo con lo que nos identifica, con lo que nos recuerda nuestra infancia y a nuestra gente, con lo que nuestro paisanaje ha hecho de nosotros.
La emoción que nos une a ese pasado, del que nos proclamamos herederos, imbuye a las tradiciones de una viscosa sacralidad. El sentimiento que las impregna también las apelmaza, el tirón colectivo puede hacer que nos parezcan preciosas e intocables, incluso por encima de las personas: basta que alguien las contraríe para que se le erija el muro de la comunidad, para que sea juzgado traidor y, por tanto, indigno y proscrito. Las tradiciones, y su réplica, la identidad, delimitan fronteras que cierran y encierran. Pero nada vale más que lo que decidimos que valga: el individuo siempre tiene que ser lo primero.

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