Más allá de su armonía, la naturaleza nos fascina porque entrevemos en ella destellos del origen, y, de fondo, la profundidad vertiginosa de un universo que no nos conocía y ni siquiera nos presentía, y en el que ocupamos apenas un parpadeo del infinito.
¡Qué enigmático, qué pavoroso nos resulta lo que nos excluye! No hay una nada más insólito que nuestra ausencia. La naturaleza guarda ecos de ese vacío, el mismo que quedará cuando desaparezcamos para siempre, y que resulta por igual hermoso e inquietante.
Esa mezcla de arrobo, reverencia y temor debe ser lo que los románticos denominaban lo sublime. Pocas alegorías sobre la condición humana más sobrecogedoras que aquella figura del pintor Friedrich, que se asoma, conmocionada, a un océano de simas y nieblas desde un despeñadero. De espaldas, rigurosamente ajeno a nuestra mirada clandestina, solo ante sí mismo o, más bien, ante la eternidad que le ignora, patria magnífica de la que fue exiliado.
Ese exilio es el precio de la conciencia. Probamos el fruto del árbol de la ciencia y al hacerlo perdimos el mapa del árbol de la vida. Y es esa antigua ruta lo que vislumbramos, nostálgicos y enamorados, cuando, como el personaje de Friedrich, nos asomamos desde un peñasco a las cordilleras distantes.

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