Decía Nietzsche que en nuestra vida no solo influyen las cosas que nos pasan, sino también, y acaso más, las que no nos pasan.
Sartre estaría de acuerdo, enfatizando, eso sí, que lo que cuenta no es tanto lo que sucede como lo que elegimos: abstenerse también es decidir. Desde el punto de vista ético, la voluntad y sus consecuencias es lo que más cuenta, pero los azares son una interpelación al juicio y a la voluntad desde el momento en que hay que responder a ellos: cuando afirmamos (y rechazamos) somos sujetos proactivos, con lo que nos cae somos reactivos; la libertad no descansa.
Y causas y azares, en su intrincado devenir, cristalizan en las vivencias, y las vivencias van esculpiendo lo que somos. En la infancia faltó el cálido refugio de un adulto protector, y aún hoy la inseguridad y una vaga sensación de desamparo marcan el compás de nuestros días. Tal vez la costumbre de vivir al acecho nos impidió dejar que nadie se acercara demasiado, no pudimos tolerar la tensión del amor íntimo y nos agazapamos en la soledad. Cada rechazo, cada fracaso, cada ausencia, sedimentaron la sospecha de que algo faltaba en nosotros en la subasta del amor. Todo está entrelazado, una cosa lleva a otra: lo que no nos pasa hoy es consecuencia de mucho que pasó y no pasó ayer. A veces se puede intervenir, otras solo aceptar.

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