domingo, 18 de diciembre de 2016

Lenguaje

La brevedad, si está lograda, es un triunfo del lenguaje:
de su pericia, de su precisión, de su arquitectura certera. El lenguaje no es nada si no es portavoz de la idea, pero, ¿acaso hay pensamiento sin lenguaje?

Todos amamos las buenas sentencias: las que dicen mucho con poco. Son como esculturas del pensamiento, cinceladas con palabras. Un término acertado ahorra otros muchos que no harían más que confundir. Es la economía del lenguaje, señal de lucidez: Ockham proponía confiar la verdad a lo sencillo.

Una máxima precisa puede ser memorizada y acompañarnos como un amigo sabio. En cambio, las largas disertaciones ocupan demasiado espacio para llevarlas encima. Hay que dejarlas residir en sus castillos y visitarlas de vez en cuando. Eso no las hace menos valiosas. Tienen el don de las amplitudes, de los paseos lentos y los dilatados diálogos al amor del fuego.

Un largo discurso, cuando es bueno, es también un triunfo del lenguaje y de la reflexión. A veces no hace falta hablar de nada en concreto para hablar de muchas cosas. Pero la brevedad tiene la fuerza de la piedra en el estanque, del relámpago en el horizonte, de la intuición repentina que vislumbra una huella de la verdad.

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