La brevedad, si está lograda, es un triunfo del lenguaje:
de su pericia, de su precisión, de su arquitectura certera. El lenguaje no es
nada si no es portavoz de la idea, pero, ¿acaso hay pensamiento sin lenguaje?
Todos amamos las buenas sentencias: las que
dicen mucho con poco. Son como esculturas del pensamiento, cinceladas con
palabras. Un término acertado ahorra otros muchos que no harían más que
confundir. Es la economía del lenguaje, señal de lucidez: Ockham proponía
confiar la verdad a lo sencillo.
Una máxima precisa puede ser memorizada y
acompañarnos como un amigo sabio. En cambio, las largas disertaciones ocupan
demasiado espacio para llevarlas encima. Hay que dejarlas residir en sus castillos
y visitarlas de vez en cuando. Eso no las hace menos valiosas. Tienen el don de
las amplitudes, de los paseos lentos y los dilatados diálogos al amor del
fuego.
Un largo discurso, cuando
es bueno, es también un triunfo del lenguaje y de la reflexión. A veces no hace
falta hablar de nada en concreto para hablar de muchas cosas. Pero la brevedad
tiene la fuerza de la piedra en el estanque, del relámpago en el horizonte, de
la intuición repentina que vislumbra una huella de la verdad.
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