La conciencia nos enfrenta al sentido. Saber que somos es querer saber. Comimos del fruto prohibido: ya no basta con la vida, no basta con la belleza. Nos abruma una duda: ¿merece la pena existir?
Camus consideró que esa era la primera
cuestión que debemos reclamarle a la filosofía. Deploró constatar que, por más que
insistamos, el universo nunca nos responda. El absurdo, el espanto de ese
silencio, resume la angustia de la condición humana.
Podemos refugiarnos en la imaginación, y
concebir que al otro lado del abismo hay alguien, y que si no escuchamos lo que
nos dice es por nuestra ignorancia para hallar su señal y descifrarla. Si
queremos creer, creeremos. Las creencias
llenan el vacío de las certezas en un mero ejercicio de voluntad conmovedora que
se llama fe, con la ventaja de que con la angustia tienen suficiente. No hay
límite para las creencias: podemos creer en Dios, en la reencarnación, en el destino
o, como ironiza Richard Dawkins, en duendes o hadas.
La creencia cierra en falso
el problema del sentido. Sus respuestas calman, pero no curan. Por eso, Camus
propone quedarse en el sinsentido, asumir la angustia que implica, y gozar del
misterio desnudo de esa asombrosa, turbadora excepción que es existir.
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